Fuente: ABC.es
Juan Sánchez Cotán sabía bien que el retrato de la Barbuda de Peñaranda suscitaría dudas. La cofia apenas tapaba su calvicie y una poblada barba llegaba hasta su escote. ¿Era un hombre o una mujer? De ahí que el pintor toledano atestiguara con una inscripción en el lienzo que la mujer de 50 años que retrató en 1590 era Brígida del Río.

«Brígida del Río era una famosa barbuda del siglo XVI que fue citada en obras literarias como el «Guzmán de Alfarache»», recordaba el Museo del Prado en su Twitter el pasado 8 de septiembre con motivo del aniversario de la muerte del pintor.

En la novela picaresca escrita por Mateo Alemán y publicada por primera vez en 1599, el joven protagonista se describe a sí mismo «con tantas barbas como la mujer de Peñaranda», mostrando la popularidad que tenía este personaje al que Sebastián de Covarrubias atribuiría el dicho «a la mujer barbuda, de lejos la saluda».

«La barba distingue en lo exterior al hombre de la mujer, porque a la mujer no le salen barbas, y si algunas las tienen son de condición singular, como en nuestros tiempos hemos visto a la barbuda de Peñaranda», escribió en su «Tesoro de la Lengua Castellana» (1611).

De su existencia y su fama no hay duda. También Jerónimo de Alcalá la menciona en «El donado hablador» (1624) aunque con el nombre de María de Peñaranda, y Francisco de Quevedo la cita en el soneto «A la barba de los letrados».

«Tenemos muy pocos datos documentales sobre Brígida del Río, pero sí que se convirtió en todo un personaje en su época», señala el catedrático de la Universidad de Salamanca Jacobo Sanz Hermida. Por su rareza, la barbuda de Peñaranda fue llevada a la corte de Felipe II y allí debió formar parte de esas «cámaras de maravillas» que crearon los Austrias con enanos, bufones, locos… «sabandijas de palacio», y que cristalizaron en la época de Felipe IV, según explica el coautor junto a Fernando Rodríguez de la Flor de «La puella pilosa: hacia una lectura iconológica del retrato de la mujer barbuda en la pintura española del Siglo de Oro».

Estos personajes, que se compraban, traspasaban y vendían entre las cortes europeas como objetos extravagantes, servían para divertir o para ser mostrados, como en el caso de la mujer barbuda. «Los prodigios eran requeridos como elementos de contraste» ya que «los horrores enfantizaban la belleza del monarca y su corte», continúa Sanz. Además a los humanos «nos atrae tanto lo hermoso como lo feo o raro», añade citando la «Historia de la fealdad» de Umberto Eco.

brigida del rio sanchez cotan

El catedrático supone que la barbuda de Peñaranda se paseó por la corte y los palacios y casas nobles a finales del siglo XVI de la mano de algún noble «valedor», aunque «no siempre estos prodigios tenían por qué ser propiedad de alguien». El hecho es que «se convirtió en noticia, aunque lo extraño es que no conservemos ningún pliego noticioso que hable de ella, como en el caso de «la monstrua»», dice refiriéndose a la niña Eugenia Martínez Vallejo, que retrató Luis Carreño de Miranda.

Brígida del Río cobraba por dejarse ver y se sabe que estuvo en Madrid y en Valencia, donde era exhibida como un elemento de ennoblecimiento en la época. El arzobispo Juan de Ribera, el Patriarca, poseía un retrato de esta «maravilla de la naturaleza» y también el pintor Diego Valentín Díaz o el marqués de Astorga contaban con cuadros de la barbuda de Peñaranda en su colección.

Sánchez Cotán la pintó en 1590 durante su visita a la corte de Felipe II. Se cree que por encargo del propio monarca, a quien su padre el emperador Carlos V llegó a censurar por su especial interés por la gente de placer de palacio, aunque no se tienen datos. En el Inventario de El Pardo solo se registra su nombre al citar su retrato, según el estudio que realizó José Moreno Villa sobre la «gente de placer» que tuvieron los Austrias en la corte española desde 1563 a 1700.

El retrato de Sánchez Cotán se difundió a través del grabado al ser el modelo de una imagen que utilizó Covarrubias en uno de sus «Emblemas morales» (1610) que dice:
«Soy varón, soy mujer, soy un tercero / Que no es uno, ni otro, ni está claro (…) Me tienen por siniestro y mal agüero/ Advierta cada cual que ha mirado/ Que es otro yo, si vive afeminado».

Sanz Hermida explica que «lo portentoso podía ser visto de forma positiva, como una intervención divina como en el caso de Santa Paula Barbada de Ávila, o bien como algo diabólico y que presagiaba algún desastre».

Ambigüedad sexual

A las barbudas se les relacionaba con la teoría de los humores que «forman la barba en los hombres» y «hacen los menstruos en las mujeres», como indicaba S. Alberto Magno. La pilosidad excesiva en la mujer se vinculaba con la menstruación, la integridad o no del aparato reproductor y la infrecuencia de relaciones sexuales o la castidad, «como si la barba fuera un castigo para las mujeres cuyo cuerpo no cumplía o no podía cumplir con el deber biológico de la maternidad o cuando habían dejado de estar en edad fértil o eran demasiado lujuriosas», señala Pilar Pedraza en su libro «Venus barbuda». También se relacionaban los excesos pilosos con la melancolía, la depresión y la locura.

Precisamente en una exposición dedicada a la melancolía, en el Museo de Escultura de Valladolid, se muestra hoy la perturbadora barbuda de Peñaranda de Sánchez Cotán. «A través de la indeterminación sexual, de la subversión del orden natural —se hablaba, incluso, de una supuesta connivencia de esas mujeres con el diablo—, emerge la inquietante idea de un mundo impredecible, tergiversado; el mito del «mundo al revés»», reseña el catálogo de la muestra «Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del Siglo de Oro».

«La literatura de la época interpretó esos casos como un signo de melancolía, atribuyendo el crecimiento de su barba a un exceso de calor, y se aducía el ejemplo de solteras, melancólicas o monjas que se habían convertido en hombres. Eran una confirmación extrema de que la vida es un torbellino de cambios», añade en el escrito María Bolaños, comisaria de la muestra.

Más extravangante y extraño aún que la barbuda de Peñaranda -«de Bracamonte (Salamanca), según Higinio Orgaz aunque no existen datos que lo acrediten-, resultó en la época el caso de Magdalena Ventura. José de Ribera retrató en 1631 a esta mujer de los Abruzzos a quien a los 37 años, estando casada y con varios hijos, le creció la barba y aún después tuvo un último retoño.

La mujer fue invitada al Palacio Real de Nápoles por el virrey, Fernando Afán de Ribera y Enríquez, que encargó a Ribera que la retratara. Cinco días antes de que el pintor firmara el lienzo, el embajador de Venecia describió en una carta su estancia en el Nápoles y cómo «estaba un pintor famosísimo haciendo un retrato de una mujer de los Abruzzos, casada y madre de muchos hijos, la cual tiene el rostro totalmente viril, con más de un palmo de barba negra bellísima, y el pecho completamente velludo. Su excelencia tuvo el gusto de enseñármela como cosa maravillosa y verdaderamente lo es».

El propio pintor da cuenta, en una inscripción en unas lápidas del cuadro, de quién le encargó esta obra que forma parte hoy de la colección de la Fundación Casa Ducal de Medinaceli y la historia de la retratada a la edad de 52 años. Ribera añadió un conjunto de elementos accesorios de carácter simbólico como el huso «y se ha querido ver a su lado una caracola, símbolo hermafrodita, pero no parece que pueda aceptarse tal identificación», según Alfonso E. Pérez Sánchez, para quien «más bien parece una devanadera, con hilos de lana, que se limitaría a corroborar el sentido de lo femenino en abierto contraste paradójico con el aspecto masculino de la mujer».

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